Si Buster Keaton levantara la cabeza y viese que su herencia entrañable y patosa ha quedado relegada a unos bichos amarillos con forma de supositorio que van vestidos con petos vaqueros, probablemente… se reiría. Al maestro del cine mudo, con perdón de Chaplin, le hubiese encantado conocer a estos personajillos que han revolucionado el mundo de la animación infantil y se han colado en nuestras vidas sin necesidad siquiera de hablar un idioma entendible.
Habrá otros referentes, seguro. Los Simpson, los Oompa Loompa de Willy Wonka y los Jawas de Star Wars. Pero qué sentido tiene buscar los referentes de estos boniatos con gafas graduadas. Los minions, que en su día fueron un accidente a la manera newtoniana cuando el director Pierre Coffin diseñaba la ayudantía de Gru, mi villano favorito, merecían tener precuela spin-off precisamente por lo contrario: por su carácter absolutamente innovador.
Lo de menos es la trama inventada para la ocasión –mejor en su faceta Érase una vez un Minion que en el robobo de la jojoya (real). O la banda sonora a golpe de temazos rock & rolleros, de The Doors y The Beatles pa’arriba. Aquí lo importante es crear un lugar y un tiempo (los maravillosos años 60) en el que los minions pongan todos sus encantos a favor de una misión: encontrar villano al que servir. ¿A qué encantos nos referimos? A su inimitable gestualidad, esa expresividad que consiguen con un ojo, a lo sumo dos, y una boca que es cóncava y convexa según tengan el ánimo. Y, por supuesto, también a su hilarante idioma collage del rumano, español, inglés y coreano (aprende lo necesario: matocaa es hambre; boss: jefe; macarof es cáspita…) que combina tan bien con su gracejo natural y con su maldición más simpática: ellos quieren ser malos pero no pueden evitar ser una monada.
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